Cap. 27: Las grandes damas

Tiene el mundo del espectáculo y sus protagonistas otra cara muy diferente a la que gustan ofrecer las revistas de colores, las pantallas de la televisión; diferente a la que suelen recoger las cámaras de los fotógrafos y a la que se exhibe en esas millonarias fiestas de sociedad montadas sobre todo para reconocernos a nosotros mismos, para protegernos dentro del ghetto necesario. El mito del artista pobre lo han inventado los banqueros y las señoritas de buena familia para tener al artista en un puño; pero ni Brahms fue pobre (aunque las pasó canutas en su juventud, tocando en las tabernas), ni lo fue Picasso, aun cuando a poco de llegar a París cambiaba sus cuadros por una cena, ni lo fue Hemingway... Y una vez acostumbrados a ver rico al artista -aunque no siempre, en menos casos de los que serían justos: el grandísimo César Vallejo murió muy pobre "en París con aguacero" -, han decidido también que son forzosamente felices. Dice que no, rotundamente que no, un hombre que lo ha sido casi siempre, que se considera afortunado y muy agradecido a la vida que le ha tocado en suerte. Un hombre que conoce bastante bien ese ghetto luminoso y ha encontrado a veces dentro de él mucha desdicha y muchos llantos. No sólo por una promesa incumplida, por un festival mal organizado, por un fracaso eventual. Si tantos de ellos buscan la tranquilidad en el válium, en el alcohol o en drogas mayores no es por esnobismo y para estar à la page, sino para eludir el dolor. Era yo bastante joven, y triunfador ya, cuando Lola Flores me advirtió de ese oculto rostro de la popularidad, de los basureros de la gloria. Me lo decía como a un niño, ella que es una madre "de las de antes", ferozmente cuidadosa de su prole. Me lo decía con esa sinceridad que nadie puede negarle. Me había propuesto yo en la trascripción desordenada de estos recuerdos no hacer mención destacada de personas ajenas al protagonista de los mismos, porque no están escritos para escandalera de verano o reclamo publicitario, sino como punto de encuentro del Camilo antiguo y el Camilo nuevo, el que ocasionalmente aceptó frivolidades y pasotismos, el que a veces caminó por la vida como un patinador sobre el hielo, es decir, sin profundizarla ; como el ave de paso en todos los nidos; y el otro Camilo que de pronto es padre de un hijo, descubre sus errores y se dispone a no dar la espalda a ningún género de responsabilidad. A veces un acontecimiento o una serie sucesiva de ellos descubren como un fogonazo súbito un mundo en el que antes no había reparado uno. Me había propuesto no hablar de los demás sino lo estrictamente indispensable. A lo largo de quince años de profesión ante los focos, es lógico que haya conocido a decenas de hombres y mujeres tocados por el dedo de la fama, incluso de la celebridad. Dije ya que no quería colocármelos como medallas... Pero las anteriores reflexiones acerca de las inevitables amarguras de todo ser humano, por encima o al margen de su oficio, de su carrera, de su dinero, de sus apariciones públicas, me han hecho recordar a aquella mujer que muy pronto me previno. Tenemos muy poco que ver Lola Flores y yo. En principio, nada nos une. Salvo una admiración ilimitada por mí parte. Muchas veces he tenido el placer, no ya de verla en los escenarios (y han sido muchas las veces), sino de hablar con ella o, mejor, escucharla. Lola Flores es tan grande que son muchas Lolas Flores al mismo tiempo. Absolutamente irrepetible. Dudo que haya alguien capaz de no apreciar esa desmesura de artista, aun cuando no le guste el arte que Lola practica. Creo incluso que ninguna época y ningún país podrán ya producir una mujer de su talla en el mundo del espectáculo. Hay y habrá bailarinas, cantantes, mujeres de rompe y rasga, pero dudo que sea posible reunir todo eso y en grado tan supremo como se ha reunido en Lola Flores. Ni diré los secretos suyos que conozco ni los que a ella haya podido yo confesarle. Sólo la relación de admiración y afecto que me ha unido a esta gran dama. Sabemos los dos que nos tenemos para cualquier cosa, que estamos uno junto al otro aunque físicamente nos encontremos a veinte mil kilómetros. Y lo dicho para Lola Flores, ya que lo digo, debo repetirlo para la otra sin igual de la escena española. Me refiero a Sara Montiel. He coincidido con ella en algunas actuaciones, especialmente en México, país que yo adoro. Me quedaba embobado oyéndola. Me daba cuenta de que cada palabra que decía solamente podía salir de su boca, de que nadie nunca podría cantar como ella cantaba, moverse ante el público como lo hacía ella. Antonia ha sido inagotable en todo: en su arte, en el amor, en el afecto hacia cuantos la rodean. Yo entre bromas y veras, la rodeé... Conservo en un álbum una fotografía que me llena aún de ternura. Antonia estaba sentada y yo de pie detrás de ella. Paso los brazos por encima de sus hombros y mis manos se posan sobre sus dos pechos, esa especie de monumentos nacionales que han traído de cabeza a dos o tres generaciones de españoles y de americanos de habla española, además de algunos millones más de otras lenguas. Y que todavía darán mucho que hablar en futuro, desde luego. Un gesto tan sencillo, casi tan fraterno, me llena ahora de satisfacción y de orgullo, porque no a todo el mundo se le han concedido ese don envidiable. Claro que esas dos maravillas ibéricas son sólo una parte de los encantos de Antonia. El batir de sus pestañas parece una señal de alarma. Sus ojos, como tinajas de miel alcarreña, apenas pueden soportarse directamente, porque lo dicen todo a gritos. Y por encima de esos encantos corporales, bien o medianamente conocidos por todos sus seguidores, me ha admirado siempre en ella su pureza de ser humano, su humanidad profunda, clara, evidente. Lo primero que decía mi padre cuando venía a Madrid era si podíamos ver a Sara. Alguna vez lo llevé a su casa para que charlara con ella, y al hombre casi no le salía la voz del cuerpo. Otra noche estuvimos en "Florida Park". Antonia, a causa de una afección de ciática, sufrió repentinamente una especie de ataque y no podía mover el cuello cuando estaba en el escenario; siguió cantando rígida, pero indomable, con su abrigo de visón blanco encima, como estatua a la profesionalidad y al arte grande. A mi padre se le caía la baba viéndola, aplaudía sin parar y yo tenía ganas de subir al escenario y ponerme a cantar para que ella descansara. También he procurado visitarla en Mallorca siempre que iba allí a trabajar. Ella me ha recibido como a un miembro más de su familia, esa familia que aumenta con los hijos adoptados y que llegará a ser tan numerosa como la de Joséphine Baker, como recibe siempre a sus numerosos amigos. Una de las veces iba con un ayudante mío al que llamábamos Paco el Whisky (y no hará falta explicar las razones de este apodo). Antonia nos recibió en su piscina. Llevaba sobre la piel una ropa muy fina y maravillosamente transparente. Nos pusimos a hablar y Paco, al medio minuto, se lanzó de cabeza a la piscina. Nosotros seguíamos hablando y Paco, cada poco, volvía al agua como si le acuciara una sed insaciable. Casi parecía un autómata. -Pero, Paco, ¿qué te ocurre? -Es que no puedo resistirlo, Camilo. Es que me siento al lado de ella, la veo así y empiezo a arder. Tengo que saltar al agua. -Bueno, pues quédate en el agua y así estarás tranquilo. Y de paso, nos dejarás en paz a nosotros. -Ya, pero cuando estoy en el agua pienso está aquí y tengo que salir corriendo otra vez, ¿comprendes? Para verla... Sara comprendió que hay sangres muy inflamables y se echó una toalla por encima del cuerpo. Con esa sonrisa suya, como siempre, sin ofenderse ni burlarse, como una gran dama. ¿Cuánto han vivido ella y Lola Flores? Las páginas de memorias, incluso en libro, de la mayor parte de las grandes stars de Hollywood son auténtico aguachirle al lado de lo que estas mujeres podrían contar si quisieran. En ocasiones me han contado aventuras que habrían dejado mudo y paralítico al mismísimo Salgari. Desde luego, no puedo repetirlas aquí. Ni es mi oficio ni mi gusto. Ellas son una parte viva de la historia de España, de la España más dura y dramática y también más brillante y pasional. No creo caer en la hipérbole si digo que muy pocas personas pueden simbolizarla como ellas. Y a su lado, naturalmente, podría mencionar también a muchas otras damas, aunque reinas de territorios diferentes. A Rocío Jurado, que lleva camino de ser como ellas. A la dulce Mari Trini, solitaria y sensible. A Marisol, de la que también me hicieron novio alguna vez... He tenido muchas mujeres a mi lado, lo he dicho ya, a veces también a mí me parece un pequeño harén, pero son muchas más las que se me han adjudicado por el sentido del humor o la frivolidad de algunos informadores. Marisol fue una de ellas. En realidad, se debió todo a que me encargaron (y acepté, cosa que todavía me sorprende, porque he sido siempre muy reacio a estas cosas), me encargaron, digo, la música de la obra teatral Quédate a desayunar, que protagonizaban dos genios de la escena española: José María Rodero y la propia Pepa Flores. Ella cantaba el tema principal, compuesto por mí. Nuestra relación profesional consistió sólo en eso, y nuestra amistad fue desde luego más larga y profunda, pero nunca rozó ni de lejos la categoría de noviazgo. Un hombre que entra en la madurez y continúa soltero, un "soltero de oro" -como tan a menudo me han calificado- no puede moverse al lado de una mujer sin que alguien corra a decir que hay boda a la vista. Y mucho más si se trata de un hombre como yo, demasiado inclinado a tener cerca a mujeres hermosas. Una lista de esas bodas finalmente frustradas me llevaría a llenar demasiadas páginas y a despertar fantasmas felizmente dormidos. He querido a muchas mujeres, sí, pero he admirado a muchas más aparte de las que he querido. Porque sabía que detrás había un trabajo innumerable, un esfuerzo inmenso y un valor a toda prueba. Sería un mal nacido si no las admirase. Sobre todo a aquellas que han sufrido más y que mejor han sabido ocultarlo ante quienes pagaban su dinero por verlas felices, para que los hicieran felices. Ése es el rostro de la antigua farsa, lo que hay debajo de las tintas de colores de las revistas que ellas con tanto mérito habitan. Y si menciono todo esto es porque sería otra forma de mentir si no lo hiciera. Bastantes críticas injustas reciben para que ahorre yo los elogios que me parecen indispensables