Cap. 28: Viajes con mi nombre

Graham Green estaba en Buenos Aires dando conferencias y concediendo entrevistas radiofónicas en torno a un libro que se había publicado allí hacía dos o tres años (realmente, y en nuestra jerga, estaba haciendo promoción de la novela). Yo había leído unos días antes los Viajes con mi tía, y cuando me presentaron en un cóctel al novelista inglés, altísimo, rubio, con la piel deslavada y una gran amabilidad en el semblante, le dije que podría ofrecerle algunas historias personales sobre mis viajes con mi madre. Naturalmente, la señora Joaquina es el polo opuesto de la Tía Augusta, bebedora, desenvuelta y excéntrica. No obstante, encontraba yo algún paralelismo ente las aventuras del Henry de la novela y las mías propias.
Las mías con mi madre, con mi padre o en solitario. Un cantante que vaya por la vida con los ojos abiertos podría conseguir, desde luego, un excelente relato de viajes a poco que supiera escribirlo. Quizá porque es tan evidente no solemos figurar, sin embargo, entre los grandes viajeros. Pero no creo que el más atareado ministro de asuntos exteriores de cualquier país haya viajado en un año tanto como yo, sin ir más lejos. No sé cuántas veces, desde 1971, he cruzado el Atlántico. Hay muy pocas ciudades importantes del continente americano, excepto de Canadá y Cuba, que no conozca. Guayaquil y Houston, Monterrey y Caracas, Miami y Valparaíso, Bogotá y Chicago... Prácticamente cada año realizo una o dos giras por América. A esos viajes casi regulares, durante los cuales apenas me quedo nunca más de una semana en un solo lugar, hay que añadir otras actuaciones accidentales, es decir, fuera de las giras que duran dos o tres meses. Conciertos en Ginebra, en Tokyo, en Amsterdam, en Francia... Y luego las presentaciones regulares por toda España, no sólo los circuitos veraniegos que suelen durar un par de meses y lo llevan a uno, de un día a otro, de La Coruña a Mallorca, de Gerona a Valdepeñas, de Valencia a Huelva. Viajes a los que hay que añadir los que se realizan para grabar, para promoción o por simple placer, escasísimos y escogidos viajes de vacaciones a la isla de Mykonos, a la de Yerba en Túnez, a Goa, a Copenhague, a las Galápagos... Las compañías aéreas todavía no tienen tarifas especiales para tipos como nosotros.
A mi madre nunca le ha dado miedo viajar. Ella sola, a sus años, emprende con frecuencia el camino desde Alcoy en transportes públicos. Viene siempre cargada con las cosas que me gustan a mí y a mis amigos. Para Fernando Arbex, mi vecino paredaño en Torrelodones y buen amigo desde los tiempos heroicos, carga siempre unos cuantos trozos de sobrasada que el compositor considera superior a la mallorquina. A mí me trae productos de huerta, especias, elementos para la paella y una especie de pasta ácima que venden en la provincia de Albacete y con la que se prepara una de mis comidas preferidas: el gazpacho manchego, que nada tiene que ver con el andaluz. Mientras los pasajeros de los autobuses de línea descansan en el bar de carretera, ella corre al colmado para comprarme esa especie de raviolis vacíos que se preparan con sofrito de cebolla, tomate y ajo y carne de conejo o pollo. Y un toque de una hierba que en valenciano llamamos pebrella.
Cuando la saqué por vez primera de España no se sorprendió lo más mínimo. Era la primera vez que dejaba España, la primera vez que montaba en avión, la primera vez que se encontraba entre gente de una lengua extraña. No se asustó, no se acobardó. Le parecía la cosa más natural del mundo pasear por Piccadilly, ella que apenas conocía una ciudad de provincia.
Aquella primera vez, después de haberle enseñado lo más esencial de la capital británica la dejé por la tarde en el hotel mientras yo iba a trabajar a los estudios. Estuve nervioso e intranquilo, preocupado por lo que ella pudiera hacer sola en su habitación, sin posibilidad de entenderse con alguien. Apenas hube concluido corrí a su lado.
-Ya es muy tarde, mamá, pero vamos a ver si nos dan algo de cenar. Aquí ya sabes que cenan muy temprano. Pero nos subirán algo- le dije.
-¿Cenar? Yo no tengo hambre.
-¿Cómo no vas a tener hambre? Si no has comido nada desde las doce...
-Es que yo ya he cenado, Camilo- respondió ella.
-¿Que ya has cenado? ¿Y cómo te las has arreglado para pedir la cena, si no hablas inglés? O quizás había algún camarero que hablaba español...
-No, no... Además, en este hotel todo es muy caro.
Yo he cenado con mi cena, que me la traje de casa.
-¿De Alcoy?
-De Alcoy, claro. ¿Donde está mi casa?
Se levantó del sillón, fue hacia su maleta, la abrió y sacó un paquete de tamaño respetable. Al desenvolverlo, aparecieron trozos de queso, jamón, longaniza, bacalao, chorizo, un panecillo y una pequeña fiambrera en la que quedaban algunas tajadas de conejo en salsa. ¡Lo había traído desde Alcoy y no me había dicho una palabra! Yo no sabía si echarme a reír o a llorar. Por suerte, los aduaneros de Heathrow no habían sido muy exigentes en sus controles. No quiero pensar lo que hubiera ocurrido si descubren un suculento guiso de conejo de monte dentro de una lujosa maleta de piel, y rodeados todos de fotógrafos que habían ido a recibirme. Pero aquella previsión un poco atávica se había demostrado útil. En otros tiempos a ningún campesino español se lo ocurría salir de viaje sin llevar en su cesto de mimbre o en su fardelillo provisiones para varios días. "Uno sabe cuándo sale, pero no cuándo va a llegar". A mi madre no le daba ninguna vergüenza sentarse en su suite de Londres a comer su propia comida, sin problemas de idiomas y de cocinas extrañas. De modo que aproveché su previsión y ya de paso me puse a cenar a su lado, sin ocuparme de la nutrida carta del hotel.
Mi madre me ha enseñado que la patria de uno es la comida, cuando se encuentra lejos. Por eso viaja siempre con algún alimento familiar. De tal modo me ha inculcado ese hábito que una de mis inquietudes, al cabo de algún tiempo fuera de casa, es encontrar comida española. Casi siempre se consigue y, si no, se cocina sobre la marcha. Es posible comer una paella aceptable en la Casa de España en Puerto Rico, a las dos de la madrugada, después de un concierto, con los músicos y los amigos más cercanos; es fácil en Nueva York reservar mesa en el comedor de algún gallego, de algún murciano, de algún vasco, de algún catalán con negocios bien asentados en la Gran Manzana, en la capital del mundo.
Y cuando no resultaba posible, no me ha importado a mí hacerlo. En algunos grandes hoteles de medio mundo debe de estar todavía arrinconado el aroma de mis guisos. En uno de ellos llegué a tener problemas. Llevábamos quince días en Los Ángeles, después de haber actuado en buen número de ciudades norteamericanas, y de repente me apeteció comer cocido. Realizamos algunas investigaciones telefónicas con total fracaso: en ninguna parte de Los Ángeles era posible comer cocido para la cena. Pero de tanto hablar del cocido, aquello se convirtió en una cuestión de vital importancia para todo el grupo, como si implicara un regreso automático a nuestra casa. Así que era preciso cenar cocido.
Nos distribuimos una lista de ingredientes y unos cuantos salimos a la ciudad a buscarlos. Al cabo de dos horas lo teníamos todo, y de la mejor calidad: garbanzos, chorizo, morcilla, fideos, tocino, repollo, huesos de caña, gallina, una punta de jamón... Por suerte para nosotros en ciertos barrios de Los Ángeles vive una numerosa población de lo que llaman de origen latino, mexicanos sobre todo, y disponen, al igual que chinos, italianos, armenios, etc..., de tiendas étnicas en las que se venden todo tipo de artículos. Pedí en el hotel un infiernillo y dos cacerolas y me puse a cocinar al condumio.
Tardé más de tres horas en tenerlo listo. Y a la mitad del tiempo apareció un detective del hotel con la nariz en ristre anunciándonos que se habían presentado numerosas protestas por olores en nuestra planta; al abrir la habitación, casi se desmaya el buen hombre. Para un americano alimentado de hamburguesas asépticas, de helados sin aroma, de verduras precocinadas en agua oxigenada, los olores de un cocido verdadero debía de resultar espantoso. Si yo no hubiese sido Camilo Sesto (y el director de un grupo de unas cuarenta personas que ocupaban media planta y pagaban abultadas facturas), me hubieran puesto de patitas en la calle. Además, era cliente asiduo y conocido en el hotel Beverly Wishire. El detective nos pidió que al menos abriéramos las ventanas de la suite. Él se encargaría más tarde de pedir que colocaran desodorantes por todo el corredor ya a ambos lados de las puertas.
Cuando estuvo todo listo y la mesa puesta por las camareras, llamamos al hombre de seguridad y le hicimos probar nuestra comida. Quedó entusiasmado, sobre todo con "el relleno", las albóndigas hechas con el tocino mezclado con huevo, pan rallado, ajo y perejil, fritas primero y luego cocidas un momentito en el caldo del cocido. Le gustó tanto que nos ofreció una posibilidad maravillosa: que preparáramos nuestras propias comidas en las cocinas del hotel cuando nos apeteciera, y contando además con la ayuda de los pinches, mexicanos muchos de ellos. Con lo que ganó clientes seguros para el hotel, ya que siempre que viajo a Los Ángeles me albergo allí. Ahora ya los cocineros han aprendido a cocinar las comidas que de vez en cuando necesitamos.
En realidad, la de cocinero es una de mis vocaciones frustradas, demasiado tarde descubierta. Uno de los placeres más grandes en esas largas y pesadísimas giras, mío y de la gente que me acompaña, consiste justamente en esperar la madrugada comiendo y bebiendo. Curiosamente, después del agotador trabajo de un concierto en el que adelgazo varios quilos, no me encuentro cansado, sino eufórico y relajado, sin sueño. Les ocurre lo mismo a los músicos. Mi ayudante Jesús Líbano es un experto en encontrar tiendas abiertas a cualquier hora de la noche y en cualquier ciudad. Como conoce y participa de esos vicios, aparece siempre cargado de paquetes con las comidas y bebidas que más nos gustan. Ocupo yo el lugar del camarero, detrás de la barra de la suite, y los músicos, los técnicos, administradores, secretarias, toda esa troupe numerosa que toma parte en una gira de importancia, troupe a veces cercana al medio centenar de personas, se sientan al otro lado. Los que llegan tarde y sin sueño ocupan sillones, camas y moquetas y se las arreglan a su aire. Yo voy sirviendo a cada uno, bocatas, aperitivos, bebidas y vamos comentado el concierto, qué salió bien y qué no también; nos liamos a contar chistes, a contarnos las noticias que nos han llegado de España por teléfono o por las cartas familiares, cantamos. Todo mientras acabamos con el botellamen y la comida y yo siempre en el papel de camarero. Son esos quizá los momentos mejores de los durísimos viajes, la mejor cura de nuestras nostalgias y nuestras lejanías.
Alguna vez me han aconsejado que me quede a vivir en Los Ángeles, capital mundial de la música, o en Miami. Sin embargo, a mí no me han destetado de España, todavía no me han cortado el cordón umbilical que me une a España. Antes tendría que llover hacia arriba para que yo me desarraigara de España, aun cuando eso perjudique o ralentice mi carrera. Es más: ni siquiera puedo imaginar la posibilidad de haber nacido en otro sitio que no sea España. Y lo noto muy especialmente cuando estoy fuera. Esa furia por conseguir las comidas de mi patria, por saber cada día lo que está ocurriendo es una demostración de un sentimiento que no me gustaría perder jamás.
Una vez intenté, sin embargo, quedarme un tiempo largo en Los Ángeles. Lo hice sobre todo para perfeccionar mi inglés y porque tenía entonces una relación muy íntima con una muchacha que vivía allí, Deniss Brown, la Raquel Welch de Santa Mónica, Deniss, hermosísima y cercana siempre. Fueron ciertamente días maravillosos, meses espléndidos. Mi amigo Harold, un tenista negro excepcional, me incitó en este deporte con clases interminables. Pude presenciar espectáculos de primer orden y conocer a los grandes pioneros de la música. Durante tres años consecutivos pasé temporadas largas en Los Ángeles.
La última vez, en agosto de 1982, me llevé a mi madre. Aquel verano no pude actuar, tan hundido estaba por la muerte de mi padre. Y la señora Joaquina se aclimató a Los Ángeles con una maestría insuperable. Paseábamos mucho, íbamos aquí y allá. No había manera de convencerla de que comiera una sola hamburguesa, ni siquiera de que me acompañara a uno de los múltiples restaurantes mexicanos que hay en la ciudad y sus alrededores. Mi madre se pasaba los días preguntándome qué le iba a poner para la comida, para la cena. Cocinaba yo casi todos los días.
Y uno de aquellos días tuvimos un invitado muy especial. Estaba yo tentado a comprarme una casa maravillosa que estaba al final de la calle, la última, en las colinas entre Hollywood y Beverly. En la casa de al lado figuraba que vivía un tal John Calloy, aunque todo el mundo sabía que se trataba de Frank Sinatra. La quería comprar no para vivir siempre en ella, sino porque había estado habitada por Catherine Hepburn, por John Travolta y, sobre todo, por Paul McCartney, mi ídolo de toda la vida. Estaba en venta y me organizaron una entrevista con el inquilino que la habitaba. Después de quedar por teléfono, aceptó mi invitación a cenar. Mi madre quedó muy sorprendida al verlo, lo miró de los pies a la cabeza, dio unos pasos atrás para contemplarlo mejor:
-¿Pero no es éste ese boxeador de las películas?
Era Sylvester Stallone, desde luego. Hacia sólo unos días que había cumplido treinta y seis años, los mismos que iba a cumplir yo. Resultó ser un tipo fantástico, tan grande de corazón como de cuerpo: simpático, afectuoso, cordial. Había aceptado la invitación con tal que le sirviera comida auténticamente española. Decidí, por lo tanto, servirle tres platos de la especialidad de los Blanes. De primero, una crema fría de pepinos que me había enseñado Chelo. De segundo... será mejor que dé la receta completa:
La materia básica son pimientos rojos, bien carnosos, uno o dos por comensal, y no demasiado grandes. En la sartén, y con aceite de oliva, se prepara un refrito con cebolla, ajo, perejil, tomate y guisantes frescos ; cuando todo está casi hecho, se le agrega carne magra de cerdo picada muy fina, del tamaño de granos de arroz. Una vez bien frita la mezcla, se añade a la sartén arroz, azafrán, con generosidad, cúrcuma, sal y una pizca de pimienta. Se rehoga bien todo. Aparte se cortan los pimientos cerca del tallo, se sacan las semillas y se rellenan luego con la mezcla dispuesta. Se les tapa con el trozo cortado y se envuelven cuidadosamente en papel de estaño. En una olla a presión colocamos una rejilla, un plato o cualquier otro artilugio que impida que los pimientos toquen el fondo. Se vierte un poco de agua, procurando que no sobrepase el nivel de la rejilla. Encima se sitúan cuidadosamente los pimientos y se cierra bien la olla. Una vez alcanzado el grado máximo de presión, se baja el fuego y se dejan hacer al vapor durante una hora justa. En una cacerola normal tardan unas tres horas, pero hay que estar atentos a que no falte vapor, por lo que resulta más cómoda la olla a presión. Es importante la medida del tiempo para que el arroz quede en su punto y pueda absorber los jugos del pimiento.
De postre ofrecí a Stallone flan de huevo, poco cargado de azúcar. A los norteamericanos suele encantarles este dulce. Y, como bebida, rioja joven un poco fresco. La cena obtuvo tanto éxito que todavía ahora, de tarde en tarde, me llama Sylvester desde los sitios más inverosímiles para preguntarme si voy a cantar donde él trabaja para que le invite a cenar. Mantenemos desde entonces una amistad excelente, aunque finalmente decidí no comprar la casa. Tal vez me hubiera atado demasiado a Los Ángeles, la ciudad americana que más me gusta.
A mi madre le cayó mejor aquel actor que los punkies que había visto en King's Road y de los que había dicho cosas terribles. Incluso la agitada ciudad de Los Ángeles le pareció mejor que Roma:
-¿No te parece que aquí está todo viejo y roto, Eliseo?- le preguntaba a mi padre tirándole del brazo.
En México en cambio se divirtió mucho, aunque "la gente hablaba de una forma muy rara". Incluso me acompañó, después de una agotadora jornada en el impresionante Museo Etnológico, a visitar a León Felipe, inmortalizado en estatua en el bosque de Chapultepec. Siempre lamenté no haber podido conocer al poeta exiliado, que murió en 1968, y tuve que contentarme de acudir al Ateneo Español y a algunos bares en los que Felipe desgranó su sabiduría, su furia y su poesía. El hombre que en sus escritos cantaba "no para hacer dormir a nadie" -como a tantos nos gustaría y pretendemos- ha sido siempre uno de mis poetas más frecuentados. Guardo como un exvoto el texto aquel en que explica por qué los españoles hablamos tan alto, las razones por las que levantamos tanto la voz. El español "habla desde el nivel exacto del hombre porque tres veces en la Historia ha necesitado levantar su voz: cuando gritó "¡Tierra, tierra!", frente a las costas americanas; cuando "el estrafalario fantasma de la Mancha" gritó "¡Justicia, justicia, justicia!" y, por fin, cuando "desde la colina de Madrid", en 1936, gritó "¡Que viene el lobo, que viene el lobo!"....En México he estado tantas veces y tanto tiempo que es un poco como mi segunda casa. En México he visto cómo sobornaban a los conserjes del hotel en que actuaba, y con sobornos de hasta cien mil pesetas, para que les dieran la mesa de la primera fila desplazando a quien la tenía ya ocupada para verme trabajar. En México, donde un general se presentó en mi camerino y me ofreció una vez un crucifijo de diamantes que había recibido de su madre y tuve que aceptarlo porque me amenazó con ser arrestado por los soldados que le acompañaban... Ese general cuyo nombre prefiero omitir, hoy está inactivo, súper millonario, sigue presentándose en mi camerino siempre que actúo y sigue regalándome flores, bombones, un reloj y amenaza con meterme preso si no lo acepto. En México donde una vez tuve que actuar en una de las mansiones del general Durazo, entonces jefe de policía de la capital federal y buscado por los jueces, alias El Negro. Tenía una veintena de mansiones en México, Canadá y Estados Unidos y ahora lo acusan de haberse llevado del país no sé cuántos miles de millones. En el libro Lo negro del "negro" Durazo, que compré en mayo pasado, encontré increíbles historias de este curioso ciudadano.
Yo actué en una discoteca que había construido para su hijo en una de sus casas, tan inaccesible que había que llegar en helicóptero. Era una réplica exacta de la más famosa discoteca del mundo por entonces, la "Studio 54" de Nueva York. La casa tenía además casino, caballerizas, baños de vapor, lagos artificiales, carreteras privadas, campos deportivos... Un desmadre para marear a cualquiera. Parece que con la elección del nuevo presidente ha sido incautada por la alcaldía de la capital, lo mismo que otra en la playa de Zihuatanejo que los mexicanos llamaban El Partenón, porque era una réplica del templo ateniense...
En México... ¿Cuántas extrañas historias no me han pasado en México? Es el país más vital, más insólito, más divertido, más desquiciado, más apasionante. Únicamente me he negado a actuar en los palenques, donde se celebran las peleas de gallos, aunque pagan a los cantantes sumas fabulosas, porque allí el artista es sólo una disculpa legal para las apuestas ; nadie escucha y con alguna frecuencia el festejo termina a tiros o, al menos, a golpes. Sin embargo, he hecho por el país giras nutridas como las españolas, y casi tan frecuentes. Tengo en el país miles de amigos, algunos de mis discos se han vendido en mayor número que en España incluso, allí he encontrado a la madre de mi hijo, Lourdes Ornellas. Y mi hijo Camilo es mexicano. ¿Qué más podría añadir?
Mi madre, aún con sus años, siempre me pregunta si estoy preparando un viaje "tranquilo" a México, es decir, un viaje para actuar solamente en la capital o en un par de sitios. Quiere venir conmigo porque no ha podido olvidar el amor que le ofrecía todo el mundo en aquella tierra, el mismo que me entregan siempre a mí. Ni teme a la altura, ni a la "cólera de Moctezuma". Si yo me como con más gusto un chile que un pastel, un chile que parece tener encerrado en su interior todo el fuego del infierno, no se arredra ella ante los platos del país. Esa admiración que siente le ha sido premiada convirtiéndola en abuela de un pequeño mexicano, aunque es rubio, pálido de piel y con ojos azules como su padre, un vástago perfecto de los Blanes.
Tanto ella como mi padre me han acompañado en muchos viajes, a muchos países. Para ellos era un regalo verme actuar ante públicos tan diversos. Y también una inyección de vida y de entusiasmo. Sin posibilidades de haber hecho turismo en sus mejores años, mi madre sobre todo, porque ha vivido más, está aprovechando maravillosamente su tiempo. Y contempla esos mundos extraños con una ingenuidad, un interés y una pasión enternecedora